En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 24 de abril de 2017

Tontolaba

              
          Hay quien dice que «tonto del haba» es quien se topa con el haba en el roscón de Reyes. Otros afirman que «haba» es una forma del llamar al pene, de ahí que en otros tiempos se introdujeran habas en pasteles como «sorpresa/provocación»; afirman estos, también, que «tonto del haba» equivale a decir «gilipollas» eludiendo la pronunciación de una palabra malsonante. Digo yo que, en esta teoría, «gilipollas» provendrá  de «gilí» -tonto, lelo- y «pollas» (si es que viene de algún sitio, porque tengo entendido que los gilipollas han existido siempre). En esta tontería que estoy improvisando, una y otra expresión podrían traducirse por «tonto de los cojones».

          No sé si he atinado en algo o si estoy haciendo el tonto... (añádase lo que proceda), pero dicho queda como pequeño prólogo para contar que apenas recuerdo haber escuchado o leído la afectada expresión «tonto del haba». En cambio, sí he escuchado y utilizado a menudo «tontolaba», contracción evolucionada en la práctica a palabrita que hace nada tuve el gustazo de encontrar en boca de uno de los personajes de la novela más vendida (y además excelente) de los últimos meses: Patria.

          En la acepción en que siempre la he conocido, tontolaba resume una colección de improperios: tonto, desde luego; inútil, por supuesto; y, según la ocasión, creído, bravucón, irresponsable, ignorante pretencioso... Muchas cosas, pero siempre algo que a partir de cierta mezcla de estupidez y osadía resulta molesto aunque solo sea porque nos hace perder tiempo. Esto es clave: mientras que un gilipollas puede serlo en soledad, el tontolaba es como un moscardón; solo nos acordamos de él cuando lo escuchamos zumbar.

          Dada la poca carga soez de su etimología, es un magnífico insulto para monicacos indignos de que una palabra gruesa disuelva en un mínimo de enojo algo de la indiferencia que merecen.

          ¿Y todo esto, por qué? Porque de vez en cuando la conducta de algunas personas me recuerdan la palabrita, y también para dejar constancia de que tontolaba no aparece en el Diccionario de la Real Academia. ¿Una pena? No lo sé, porque de alguna manera es una ausencia lógica: mientras no molesta, ¿quién se acuerda de un tontolaba?



jueves, 20 de abril de 2017

Eduardo Mendoza, sobre el humor.




          «En mis escritos he practicado con reincidencia el género humorístico y estaba convencido de que eso me pondría a salvo de muchas responsabilidades. Ya veo que me equivoqué. Quiero pensar que al premiarme a mí, el jurado ha querido premiar este género, el del humor, que ha dado nombres tan ilustres a la literatura española, pero que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconocer en él la excelencia.»

...

          «Lo que descubrí en la lectura de madurez fue que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo transforma.»





Eduardo Mendoza.

lunes, 17 de abril de 2017

La danza de la gaviota - Andrea Camilleri




La danza de la gaviota (serie Montalbano, 19)

          La novela toma el título de la gaviota que, en las primeras páginas, el comisario ve morir tras ejecutar unos últimos movimientos que semejan una danza.

          Inventada la trama a partir de una noticia de periódico, como tantas otras veces ha hecho Camilleri, en esta novela torna a utilizar cierto recurso "televisivo" propio de las series largas: los protagonistas "activos" se convierten en "pasivos", en objeto de los crímenes, lo cual, debido a la relación emocional que en la décimo novena entrega une ya al lector con los personajes, necesariamente implica que todos van a prestar una atención inusitada a los acontecimientos.

          Y lo que ocurre es que Fazio, el discreto y eficaz policía a las órdenes de Montalbano, desaparece. Y lo hace de modo que nadie da un céntimo por su suerte.

          Camilleri juega a la vez con la expectación del lector porque Livia va a casa de Montalbano, tras jurarle y perjurar éste que estará con ella y se olvidará del trabajo aunque, como es de suponer, ante algo tan grave como la desaparición de un compañero y amigo de quien de verdad se olvida de ella, y la espera de Livia es otro acicate para el lector, debido a la previsible violencia del reencuentro.

          Y, entre tanto, un armador acude a la comisaría para contar ciertas sospechas acerca de la actividad de uno de sus barcos, que siempre llega tarde de faenar.

          Sin salir todavía del puerto, donde se desarrolló la novela anterior, Camilleri construye una digna obra donde la intriga se compagina muy bien con el avance de la investigación, al tiempo que se tocan -como casi siempre- elementos del paisaje mafioso, siempre atrayentes por su aura de misterio, y los inevitables personajes más cercanos de ser víctimas o perdedores que criminales. Unamos a esto "el elemento femenino", al cual Camilleri no renuncia nunca: la "chica guapa de la película" es, en esta ocasión, una enfermera que parece instantánea e irremediablemente prendada de la simpatía del comisario. Pero claro, el buen hombre está a todo y no se le escapa ni una, como sabrá quien lea la novela, cuyo desenlace es, otra vez, de los que dejan un poso de tristeza porque al fin y al cabo resolver un crimen supone capturar al criminal, pero las víctimas no dejan de ser víctimas.

          Ah, y Montalbano sigue haciéndose viejo. Acompañarlo en el proceso de pérdida de facultades es otro de los lazos afectivos con que Camilleri atrapa a sus lectores, la mayor parte de los cuales han pasado ya de los cuarenta y comienzan a darse cuenta de lo bien que se está con veinticinco. Una forma de empatizar con Montalbano.




domingo, 9 de abril de 2017

Ajonio Trepileto, de nuevo nº 1 en Francia



          Hoy, La sota de bastos jugando al béisbol ha trepado hasta el puesto nº 1 de humor en español en Francia, en Amazon.

          A veces el éxito del hermano mayor eclipsa los méritos del pequeño. Algo así le sucede a mis novelas protagonizadas por Ajonio Trepileto. La terrible historia de los vibradores asesinos, la primera, fue muy bien en la edición de Mira Editores en 2011, y a partir de 2014, en ebook, también: en Amazon, nº 1 de humor en seis países y top 10 en varios más.

          Quizá por esos logros «los vibradores» llaman más atención. Sin embargo, de forma discreta, La sota de bastos jugando al béisbol también va haciéndose su pequeño currículum. En sus primeros doce meses en ebook vendió más que su hermana mayor en ese mismo tiempo, y en el extranjero, aunque, como todos, con cifras renacuajas, ha encabezado la clasificación de novelas de humor en español en Canadá y Japón (vaya sitios cercanos para ir a destacar, pero es que Ajonio es asín) y hoy lo ha hecho aquí al lado, en Francia. Ya van tres números 1. No tan recurrentes como su hermanita, ¿pero cuántos pueden decir algo así y lo que sigue?

          Sin salir del humor, ha sido nº 2 en el Reino Unido, nº 3 en Italia, nº 5 en Alemania y ha sido top 10 en España y Estados Unidos.

          Además, en novela negra ha sido top 10 en Italia, Reino Unido, Francia, Canadá… 

          Buscando vibradores asesinos o jugándose la vida una carta, enhorabuena, Ajonio. ¿Quién nos lo iba a decir cuando nos conocimos?


jueves, 6 de abril de 2017

El desprecio – Alberto Moravia




          «Máxima complejidad, máxima claridad», era la regla de Alberto Moravia, según Ana María Moix, regla evidente en esta obra profunda que engañosamente parece enredarse en las obsesiones (y por tanto en la reiteración del ideas) del protagonista.

          Ricardo, un joven dramaturgo, se casa con su novia, Emilia. Para salir adelante y, en especial, para pagar el apartamento donde se van a vivir porque Emilia ansía una vivienda para ellos dos solos, se ve obligado, muy a su pesar, a aceptar trabajos como guionista de cine (disfrutad de las espléndidas explicaciones sobre las miserias y humillaciones intelectuales del guionista frente a otros creadores).


          Un día, la actitud de Emilia revela a Ricardo que su esposa ha dejado de amarlo. ¿Por qué? Él entonces lo ignora, pero le anticipa al lector lo que averiguará al final: Emilia ha dejado de amarlo a raíz de un hecho banal. Tanto que el protagonista no atina ni a recordarlo. El lector sabe que se trata de un error de apreciación de Emilia, de un equívoco, de una tontería que podría resolverse hablando, lo cual provoca una angustia constante a lo largo de la narración porque el lector sabe que todo podría resolverse si Emilia se dignara en hacer algo tan sencillo como hablar y decir qué le ha molestado. No ocurre así y, como siempre en la vida –por eso Moravia es un gran referente del realismo- lo que es se impone a lo que debe ser.

          Pero me he adelantado. Inicialmente el tormento de Ricardo es doble: primero, una vez ha percibido el desamor, debe tratar de comprobar si está en lo cierto o es una impresión equivocada, pero Emilia, en lugar de abreviarle el trance o intentar aportar algo, lo castiga con un silencio feroz. A ojos de Emilia, no es ella quien debe decir qué pasa por su cabeza, sino que Ricardo debe adivinarlo y actuar en consecuencia. Con este planteamiento cada segundo es más y más tarde y la distancia aumenta más y más hasta amenazar con hacerse irreversible. Emilia huye del diálogo voluntariamente y deja que su marido dé palos de ciego a pesar de que, cada vez que no atina, baja un peldaño en su estima. El silencio de Emilia tiene mucho de maltrato, como todos los silencios dedicados a quien amaste, te ama y, desorientado, te busca.

          Pero Ricardo es cabezota y su insistencia hace que la situación estalle en detonaciones sucesivas. Emilia confiesa que ha dejado de amarlo. Primer enigma resuelto. Pero en ese momento el tormento deja ya de ser la duda de si su esposa lo ama y pasa a ser el motivo por el que ha dejado de amarlo. Porque para asimilar no basta con saber. Hay que comprender.

          Tras un nuevo periodo de elucubraciones e insistencia para saber, Emilia, por fin, tras un nuevo periodo de silencios, le escupe la razón por la que ha dejado de amarlo: lo desprecia.

          Durísimo ser despreciado por quien amas, pero, como he dicho, para asumir no basta con saber, es preciso comprender. Por tanto, ¿por qué lo desprecia? He aquí el nuevo interrogante al que debe dar respuesta Ricardo buceando en el pasado común y en la forma de ser de ambos. Tampoco Emilia colabora. Emilia, como siempre, solo guarda silencio. Un silencio hostil.

          Advertid el orden expositivo de Moravia. Complejo, pero claro: primero se percibe la falta de amor y se trata de buscar la causa inmediata, que tras mucho rebuscar resulta ser el desprecio; y luego hay que ir a los motivos de este, que son la raíz del problema: la forma de ser y de ver las cosas de cada cual.

          Puede pensarse que Ricardo debería haber abordado la situación indirectamente, porque lo emocional requiere más acciones que razones. Creo, también, que el comportamiento de Emilia es profundamente egoísta porque no colabora en nada y se limita a sentirse víctima atribuyendo al otro la condición de verdugo cuando en realidad –al final lo sabemos- es ella quien se ha equivocado por esperar que la realidad responda a un ideal; y, en el colmo del egoísmo, ha hecho pagar a Ricardo ese error.


          En paralelo, conocemos el debate sobre una película inspirada en la Odisea en la que Ricardo ha aceptado el papel de guionista. Hay enormes divergencias entre el productor y el director, con Ricardo en medio. Los paralelismos e interpretaciones entre Ulises y Penélope y Ricardo y Emilia son magistrales. Ante las narices de Ricardo pasa su propia situación cuando hablan de la Odisea, y a veces tarda en darse cuenta pero otras le ayuda a reflexionar. Un viaje a Capri, a la casa que allí tiene el productor, para elaborar el guión en un lugar tan inspirador, acelera el final de la historia poniendo a los protagonistas en una situación límite ante la que no queda otro remedio que elegir.

          Durante la lectura el lector tiene ocasión de pensar en las mil causas por las que una persona que dice amar a otra puede acabar despreciándola. Sabe, porque Ricardo lo ha dicho, que el motivo inicial de Emilia fue en realidad un equívoco que hizo pensar a ésta que Ricardo la estaba utilizando en beneficio propio; pero la renuncia a sus aspiraciones como dramaturgo para poder pagar el apartamento que Emilia ansía es considerada por Ricardo como una muestra de amor. Sin embargo,  ¿cómo la interpreta Emilia? ¿Un hombre que renuncia a sus sueños es admirable o despreciable? ¿Y admirable o despreciable en relación a qué? ¿A un hombre ideal? ¿A una expectativa? ¿O en relación a él mismo? Y más tarde, cuando Ricardo renuncia a todo para demostrar a Emilia lo equivocada que estaba, él de nuevo lo ve como una muestra de amor, ¿pero para ella no suena a claudicación? ¿Y a quien se rinde hay que admirarlo o respetarlo? Las historias de amor y desamor están llenas de rendiciones incondicionales que, efectuadas como muestras de amor, de entrega total, son interpretadas como prueba irrefutable de debilidad, y conducen al resultado opuesto al deseado.

          Al final, cada acto u omisión de Ricardo es interpretado por Emilia de forma exactamente opuesta a la intención real que mueve a su marido.

          En resumen, con solo tres frases Emilia hunde la vida de Ricardo sometiéndolo a tormentos terribles y sucesivos. La primera, «Ya no te amo». La segunda, «Te desprecio». La tercera, «No eres un hombre». En torno a estas tres frases se destruye la vida de una persona, aunque en realidad son la expresión del fracaso de la propia Emilia, quien, negándose a aceptar que el ideal no existe, impone su egoísmo a quien confió en ella, y lo hace con toda facilidad porque entre dos personas la parte más débil siempre es la que ama a la otra.


          Al final la novela es, como promete el título, un magnífico análisis del desprecio.

          Se desprecia cuando alguien traiciona nuestras expectativas, y tanto más se desprecia cuando mayores eran estas por el amor, la ilusión, el trabajo y el esfuerzo puestos en ellas. A mi juicio, en estas ocasiones el desprecio está justificado. Hay personas que merecen ser despreciadas.

          Pero a veces se desprecia, también, cuando las expectativas se ven frustradas como consecuencia de los errores de quien se las formuló. Cuando la formación de las expectativas respondió a un error de apreciación y se elude la responsabilidad haciendo recaer sobre el otro la culpa: reprochamos a alguien no ser como creíamos o no haber actuado como esperábamos, pero él no nos ha engañado: nosotros nos equivocamos. El desprecio en estos casos no está justificado: es un autoengaño para eludir responsabilidades, para no cargar con las consecuencias de las expectativas del otro en nosotros cuando ese otro -ahora que sabemos que no es como creíamos- ya no nos interesa. No solo el amor, la convivencia o la amistad se van al diablo, sino que el verdadero responsable adopta el papel la víctima y traslada la culpa a quien ninguna tiene. El desprecio, aquí, es la forma que adopta la cobardía extrema para justificarse ante sí misma y ante los demás.

          Y, por último, en un giro magistral al razonamiento, Moravia nos hace ver que el desprecio, a veces, es también un objetivo en sí mismo. Se refiere a personas demasiado débiles, demasiado inseguras pero tremendamente egoístas, que necesitan despreciar para encontrar su lugar en un mundo que no es como creen que debería ser o como ellas merecen. Personas que se ponen en manos primero de uno, luego de otro, luego del de más allá y que siempre acaban retorciendo la interpretación de las cosas para terminar despreciando y machacando a quien un día alabaron y dijeron amar. El desprecio que antes o después llega hacia los más cercanos es forma de sobrevivir de quien se siente inferior.

          Estos dos últimos tipos de desprecio son los que podemos encontrar en esta novela magistralmente escrita, aunque, como he dicho al principio, la necesidad de trasladar al lector la obsesión de Ricardo por averiguar las cosas pueda hacer que la primera mitad de la novela parezca reiterativa. Pero no es así. Esto es novela, gran novela, no «best seller», y responde a las exigencias de la historia, no de un lector adocenado.

      Publicada en 1954, Jean-Luc Godard llevó al cine el Desprecio en 1963. La película fue interpretada por Brigitte Bardot, Michel Piccoli y Jack Palance. De ella he leído que es una de las más tristes de la historia del cine. Algunos de sus fotogramas ilustran esta entrada. La novela es, desde luego, de una tristeza descomunal, probablemente porque nadie puede ser despreciado por la persona a quien ama y ha entregado la vida sin sentirse desolado.