En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

domingo, 29 de abril de 2012

Zonas húmedas – Charlotte Roche



Uno lee la contraportada y parece que este libro sea mejor que el Quijote. Pero me temo que no. El tono del primer capítulo es bastante común entre los escritores europeos "jóvenes y de éxito" de los cuales, por cierto, hay a patadas. He leído otros libros de este tipo y... En fin, son desenfadados, ágiles... pero se quedan en entretenidos, y se parecen todos mucho. El "secreto" parece consistir en hablar de sexo con la misma naturalidad con que uno admite haber comido arroz o macarrones. Y no solo de sexo en sentido estricto, claro: el "secreto" es hacer natural lo sórdido. O, como en este caso, ir un poco más allá: en lugar de limitarse a aceptar la normal existencia de lo sórdido, se lo equipara al resto.

El contenido del primer capítulo es una "amena" disertación sobre el atribulado culo de la protagonista. Un culo problemático (hasta con almorranas en forma de coliflor y algo piloso) pero también multidisciplinar. Sobre tan peculiar cimiento, se construye el resto.

El tono desenfadado da cierto toque humorístico, quizá inevitable, porque supongo que ni Shakespeare hubiera podido escribir una tragedia a partir de unas almorranas u otras cosillas similares.

Pero independientemente del tono hay quien califica este libro de erótico, aunque de erótico solo tiene, por decir algo, que la protagonista-narradora se pasa el día hablando de sus bajos, lo cual tampoco es como para seducir a ningún bípedo, habida cuenta de la flora y fauna que cría la damisela.

La narradora-protagonista, con 18 añitos y un trauma familiar a cuestas, ingresa en el hospital para tratar su asendereado trasero. Apenas nadie va a visitarla, y hace buenas migas con un enfermero. Aprovecha la soledad y la necesidad de escapar del dolor para pasar revista a sus traumas y aficiones, a cual más asquerosa: hay pasajes que revuelven las tripas al más pintado. Volviendo al principio, leo en alguna crítica que es una novela “transgresora”. Pues estupendo, pero de la transgresión a la calidad hay un largo trecho.


jueves, 26 de abril de 2012

La muerte de Amalia Sacerdote – Andrea Camilleri



Excelente novela negra que, además de introducir referencias "clásicas" como los mangoneos políticos y mafiosos en Italia -nunca se sabe dónde empiezan y terminan unos y otros- tiene un enfoque muy original: no hay investigación propiamente dicha; es un jefe local de los informativos de la RAI quien debe tratar de enterarse de todo para no meter la pata molestando a quien no hay que molestar, dado que el principal sospechoso de la muerte de Amalia Sacerdote es hijo de un tipo relevante.

Combinando la historia con relaciones afectivas del caballero en cuestión, no totalmente ajenas a la trama, el autor va al grano en todo momento. Dónde acaba llegando la historia, puede suponerse con la ensalada de intereses a la que me he referido.

Ya hablando del “cómo” de esta novela, sorprende la nota final. Camilleri afirma que no tiene ni puñetera idea de muchas cosas que aparecen, como el funcionamiento interno de la RAI, la forma de proceder en el mundo de las finanzas, etc. Todo se lo ha inventado, dice. En consecuencia, no se ha matado para documentarse, a pesar de lo cual -o quizá por eso- el resultado es fresco y, a mi juicio, excelente.

Y ya que planteo el tema, la falta de documentación me ha parecido un valor añadido, quizá porque tengo la sensación de que se ha puesto de moda entre los autores presumir más de “documentación” que de “imaginación”. Y no lo entiendo, la verdad. La documentación está al alcance de todos, porque la documentación es solo trabajo. La imaginación, sin embargo, implica genio.


miércoles, 18 de abril de 2012

Las guerras de Elena - Marta Querol


 
          Cuando en la primera página una madre tirada en mitad de la calle abraza a su hija junto al cuerpo, abatido de un balazo, del hombre al que amó, y cuando en la segunda página, a finales de los años 60, esa misma mujer, acompañada de un detective con una cámara de fotos, irrumpe en el dormitorio conyugal sorprendiendo a su esposo con otra mujer, una novela promete emociones fuertes. Y Las guerras de Elena, segunda novela de Marta Querol (B de Books), que sale hoy a la venta, cumple esa promesa.

          Tengo la suerte de ser amigo de la autora, lo cual me ha permitido conocer la novela antes de su publicación y hacer hoy esta “reseña primicia” (¡la primera primicia de este blog!). La hago tras haber leído la novela dos veces, que no es lo más frecuente, pero eso me permite comentarla de forma más profunda y fundamentada. Y me alegra poder hacerlo, tras haber seguido desde el primer instante las peripecias de El final del Ave Fénix, novela, dicho sea de paso, que pese al título no conoce final, pues tras superar dos ediciones moribundas desde el principio a causa de dos editoriales no mucho más pimpantes, ha alcanzado el número 1 de ventas en Amazon, en el mejor estilo del auténtico Ave Fénix. Por algo será.

          Decía en el primer párrafo que la novela ofrece emociones fuertes, y así es. Pero lo hace entrecruzando dos líneas: una  va suavemente de más a menos y la otra en sentido inverso, de forma que el interés se mantiene en todo lo alto, evolucionando de un motivo a otro, hasta alcanzar un final adictivo y vertiginoso.

          La primera línea se basa en la tensión emocional, en los descalabros personales y familiares producidos por una separación traumática en lo personal, traumática en lo social (a finales de los 60 apenas había parejas separadas) y con una hija de por medio. La hostilidad entre los cónyuges y entre las dos mujeres es brutal, pero no pueden enviarse al diablo y olvidarse mutuamente por culpa de Lucía, la niña, convertida en pelele de todos: Elena, una madre autoritaria, a veces despectiva, volcada en su trabajo y a la vez obsesionada con que “la querida” no robe a Lucía lo que algún día “debe” heredar; Carlos, el padre, un tipo campechano, trabajador, pero también ingenuo, manipulable y en ocasiones algo calzonazos; y Verónica, “la otra”, una putilla de tres al cuarto que buscó a Carlos para salir de la pobreza y que ve en la niña la rival en la disputa del patrimonio del hombre.

          Y algo más cruza los caminos de Carlos y Elena: sus trabajos al frente de sendas fábricas del mismo sector.

Portada de
la primera edición digital
          Con estos antecedentes, “las guerras” son constantes, aunque debemos situarnos en la época para comprender batallas y actitudes: la nueva pareja apenas puede mostrarse en público porque no están casados, Elena no quiere que su hija tenga el más mínimo contacto con “esa mujer”, Carlos quiere integrar a su hija en su “normalidad” tan anormal en los 60 y primeros 70, Verónica quiere ganarse al padre a través de una niña a la que aspira a desplumar, la niña es un bicho raro entre los demás niños, y crece entre la angustia y la soledad, no encontrando refugio más que en sí misma. Cada visita, cada coincidencia, es una ocasión para la disputa, y no digamos ya eventos como la primera comunión de la pobre Lucía.

          Pero la novela es realista, no crea tensiones gratuitas ni forzadas, se limita a reflejar las inevitables en una situación así. Estas tensiones, como es lógico, van menguando con el paso de los años. De ahí que haya hablado de esa suave línea de más a menos, lo cual no significa que el interés decrezca, porque cuando las tensiones emocionales van menguando a medida también que Lucía va creciendo y teniendo criterio propio, toma el relevo la otra línea, la que evoluciona de menos a más, sosteniendo el interés de la novela; una línea vinculada al misterio y la acción: Elena acude a una feria comercial en el extranjero. Allí conoce a un misterioso hombre, Djamel: lo más parecido a un hombre perfecto que ha encontrado nunca. Y, para colmo de dicha y turbación, tan lejos de su país que poco puede temer del “qué dirán”.

          Así es como la novela entra en la fase en que Elena, de alguna manera, como todo el mundo haría en su pellejo, “rehace” su vida. Lo entrecomillo porque no cambia su vida cotidiana, sino sus prioridades. Lucía,  y Carlos y Verónica, que hasta ese momento eran su razón de ser y de odiar, ceden paso a Djamel y a todos los sueños y posibilidades que su sola existencia sugiere.

          El misterioso y atractivo Djamel tampoco es inmune a Elena, y es capaz de aparecer y desaparecer de su vida cuando y donde ella menos lo espera. Llegamos así de Valencia, donde se desarrolla la novela, a Beirut, donde Elena acude a una feria, MOFITEX, en el hotel Holiday Inn, en busca de la clientela precisa para salvar las inversiones hechas en su empresa.

          Los sucesos de Beirut, que coinciden con el fin de la “Suiza de Oriente Medio,” marcan un punto y aparte en la conducta de la protagonista hacia Djamel: desaparecen medias tintas, dudas y recelos. Y por lo que a la trama respecta, abren definitivamente la puerta al misterio. Ojo ahora, porque llegados a este punto es complicado no querer acabar la novela de un tirón.

          Qué pasa después, lo sabrá quien la lea. Me permito decir solamente que en los personajes, como con las personas, las apariencias engañan. Y no digo más, porque el lector averiguará todo en el intenso y frenético final.

          Pero aunque no desvele el desenlace, sí voy a hablar sobre él, porque la línea de la tensión emocional se alza de súbito a causa de ciertos hechos, y la expectación, de pronto, sube hasta el infinito al dispararse a la par la línea de acción y misterio: tramas e intrigas se suceden a ritmo vertiginoso, mezcladas con el misterio, y solo seguidas por la posibilidad de ser descubiertas y hacer saltar todo en pedazos.

          Quienes gustan de finales en los que es imposible dejar de leer, no olvidarán fácilmente Las guerras de Elena.

          Y termino haciendo alusión a otras cuatro cuestiones relevantes:

          La primera, los personajes: resulta sencillísimo calarlos, de bien caracterizados. Merece la pena fijarse en los secundarios: Lorenzo, Dolores, Gerard, Juani, Gonzalo, Boro... Retratados en dos pinceladas como si los conociéramos de toda la vida. Algunos, como Dolores, son antológicos: la mezcla de ironía y mala leche que destila en sus frases son para enmarcar. Varios los conocemos ya de El final del Ave Fénix, aunque no es preciso haber leído una novela antes de leer la otra.

          La segunda, el personaje de Lucía. Es fundamental pese a su pasividad. Como niña que es, nada puede hacer para influir en unos adultos desquiciados y dominantes, pero, a la vez, el mundo de esos adultos gira en torno a ella, lo que la transforma en el armazón de toda la novela: nada de lo que se cuenta tendría sentido si ella no existiera.

          La tercera, el ambiente: Valencia, el mundillo de pequeños empresarios que saben lo que llevan entre manos y trabajan de sol a sol, un mundillo con problemas económicos en las empresas, pero sin penurias personales, donde florecen los “pequeños placeres burgueses” como tener un apartamento en la playa, un buen coche, un buen piso o asistenta en casa en una época donde cualquiera de esas cosas otorgaba cierto estatus social; gente, en definitiva, capaz de conseguir, sudando la gota gorda, aquello a lo que tantos españolitos aspiraban.

          Y la cuarta y última, el contexto: la sociedad mojigata, los meapilas, la tentación oculta,  la indefensión de la mujer, la forma en que el decoro cede ante la conveniencia, la apertura, la homosexualidad escondida, los sucesos políticos nacionales e internacionales... En definitiva, la forma en que el ser humano se adapta a cada tiempo concreto, aunque él mismo los va creando sin llegar a cambiar nunca su propia esencia.

          Una gran lectura que no dudo acabará llegando a miles de lectores.




 

lunes, 16 de abril de 2012

Eloísa está debajo de un Almendro – Enrique Jardiel Poncela



No deja de ser atrevimiento opinar de un clásico, pero en un blog donde el humor en la literatura tiene un espacio reservado, no debe faltar Enrique Jardiel Poncela. Y a la espera de poder reseñar alguna otra de sus obras, aquí llega Eloísa está debajo de un almendro, obra de teatro que he leído dos veces en el plazo de doce meses.

Tres son las cosas que me han llamado la atención.

La primera, casi obvia, el humor del absurdo. Un humor muy bien tratado, porque combina el “absurdo racional” basado en dar una vuelta de tuerca al sentido de palabras y expresiones hechas (sobre todo en el primer acto) con el “absurdo-locura” fundado en personajes más o menos chifados (en los actos siguientes). Un humor asequible a todos, pero a la vez inteligente.

La segunda, lo complicado de la puesta en escena, porque los decorados propuestos tienen un grado de detalle y complejidad digno de señalar. Solo el del primer acto es sencillo.

La tercera, la estructura, donde se diferencian de tal forma la presentación de personajes con el equívoco que fundamenta argumento y desenlace, que la actitud ante la obra varía bastante del primer acto a los siguientes. El primero, siendo el más intenso en el “absurdo racional”, es sin embargo el más costoso de seguir, probablemente porque ese tipo de absurdo tiene mucho de gag y, por tanto, resulta complicado mantener la atención sobre la ruta cuando se está pendiente de lo que a cada paso sale al camino.

Dentro del absurdo de personajes y situaciones, merece cita aparte el efecto de enfrentar lo terrible sospechado a lo ridículo cierto, porque si bien es verdad que todos nos equivocamos, el error es tanto más divertido cuanto más estrafalaria es la realidad.

Pero si con algo he de quedarme, lo hago con el “absurdo racional” del primer acto y con Edgardo y Fermín en el segundo: la locura del primero de instalarse en la cama y desde allí emprender viajes diarios en tren es antológica, como también lo es la forma en que Fermín pone de manifiesto lo zumbados que están todos los habitantes de la casa, siendo el mayordomo el punto de realidad que pone de manifiesto la locura.

Humor y absurdo en estado puro, en uno de los grandes del género.


sábado, 14 de abril de 2012

Eduardo Mendoza y su caballero innominado



Al misterio de la cripta embrujada siguió El laberinto de las aceitunas; luego vino La aventura del tocador de señoras, a mi juicio la mejor de las tres con diferencia, y Eduardo Mendoza trae ahora al mundo El enredo de la bolsa y la vida.

A cuenta del estreno, estos días se anda hablando de literatura de humor, y una de las preguntas recurrentes a Mendoza es cómo anda él en un género "menor". Siempre me ha sorprendido esa calificación, aunque solo sea porque el Quijote, antes que cualquier otra cosa, es un libro de humor. Lo cierto es que con autores y libros como los señalados (a expensas de leer El enredo de la bolsa y la vida), el humor es cualquier cosa menos algo "menor". Y poco me importa para opinar así que Mendoza confiese que le es más fácil escribir humor que otra cosa, porque todo lo que se hace con humor parece más sencillo. Hasta escribir.

Eso es lo que pienso, aunque quizá opine así por sentirme identificado con el "género" en que Mendoza clasifica su novela: entre la picaresca y el esperpento. Aunque, en mi caso, salvando las distancias, prefiera añadir al plato cierta dosis de absurdo.

De cualquier forma, la publicación de esta nueva novela es una excelente noticia.



jueves, 12 de abril de 2012

El entierro de Genarín – Julio Llamazares


Cada Jueves Santo se celebra en León una “procesión” en homenaje a Genaro, el pellejero alcohólico muerto la noche de Jueves Santo de 1929, arrollado por el primer camión de la basura que tuvo el municipio. A partir de ese dato las comparaciones con los actos religiosos son inevitables y, en consecuencia, la celebración adquiere un tinte provocador, pues sabido es que no es lo mismo reivindicar algo (en este caso el buen vivir y el hedonismo, si quiera sea irónicamente, habida cuenta de la vida y miserias del personaje) que reivindicarlo a la vez que la sociedad "oficial" ensalza lo contrario.

Julio Llamazares traza, con gran maestría e ingentes dosis de ironía, una magnífica y divertida semblanza de Genaro, de Genarín: un tipo que se ganaba la vida comprando y vendiendo pieles de conejo entre visita y visita a todas las tascas habidas y por haber, donde no dejaba de recargar su estómago de orujo y más orujo. Y así, entre conejo y conejo y trago y trago, vemos cómo Genarín complementa sus ingresos haciendo trampas a las cartas, se convierte en chico para casi todo de ciertas casas de mala nota, o se divierte, entretiene o calienta sus huesos como buenamente puede. El libro es un alegre descenso a los bajos fondos leoneses, pasando revista a tugurios y prostíbulos donde lo mejorcito de cada casa comparte pedazos de su existencia con Genarín, cuya habilidad para sobrevivir es digna de la mejor novela picaresca. Unos infiernos donde todo queda en casa, porque en la ciudad y en la época todo el mundo se conoce, lo cual dota a la narración de un tono cariñoso que forma tanta parte de la ironía como el tono ejemplar y evangelizador con que está escrito el libro.

Concluye a obra con varios de los romances dedicados a Genaro de año en año, un final entre divertido y repetitivo, pero adecuado.

Una buena lectura, no muy santa, para desacralizar cualquier semana santa, y para demostrar que más allá de creencias e intenciones, vivir y dejar vivir no es mala religión.


lunes, 9 de abril de 2012

No hay que morir dos veces – Francisco González Ledesma



          Última novela publicada hasta ahora con el inspector Méndez como protagonista. El comienzo es trepidante, vertiginoso, con una novia asesinando al novio en el momento de la boda, con una “señora” prostituyendo a una niña con síndrome de Down en un retirado chalet, y con un ex convicto que acaba de cumplir condena por el asesinato del hombre que violó a su esposa, la cual quedó embarazada y murió en el parto; el ex convicto, frente a la tumba, recibe el encargo de matar a otra persona.

            La primera pregunta del lector es obvia: cómo demonios encajará el autor todas esas piezas. El desafío, a priori, parece considerable, y anima extraordinariamente a seguir leyendo.

            Manteniendo la tradición de la serie, junto a personajes bien situados y con pocos escrúpulos conviven perdedores abocados al delito, con quienes Méndez mantiene una suerte de complicidad espiritual y a menudo material

            Pero siendo una novela muy entretenida (me la he leído volando), creo que es la peor de la saga (con permiso de las dos que me quedan por leer): la añoranza por la Barcelona que se fue, que en otras novelas oscila entre la amargura y la reivindicación, en esta pierde fuerza, probablemente porque Méndez pasa demasiado tiempo fuera de su hábitat natural, y también porque hay personajes insuficientemente caracterizados. Algunas bromas, como lo mal que le puede sentar el aire puro al protagonista o las alusiones a los pistolones que utiliza, han perdido gracia por repetidas, y producen la sensación de que el autor no se ha esforzado como en otras ocasiones en buscar la originalidad, como si se hubiera dejado caer en el aplauso fácil de los incondicionales. Respecto a la trama en sí, pese a lo espectacular del comienzo al desenlace se llega a través de cierto cúmulo de casualidades que constituyen un recurso demasiado sencillo. El final, para terminar, contiene imágenes facilísimas de imaginar: las hemos visto cien veces en otras tantas películas. No me ha gustado tampoco que la forma de expresarse de algunos personajes, como la inspectora, apenas se diferencie de la del narrador: resta virtualidad al personaje, y no contribuye a definirlo.

            Todo autor tiene altos y bajos. González Ledesma, manteniendo un nivel muy alto, en esta ocasión ha ido a dar con uno de sus bajos. Pese a lo cual no me arrepiento de haber leído No hay que morir dos veces: es entretenida, de lectura agradable y, por momentos, divertida. Y además es de Méndez.



jueves, 5 de abril de 2012

Mingote y Cía





Estos días, en que es difícil no recordar a Mingote, podemos aprovechar para recordar también a otros que se fueron: Gila, o Chumy Chúmez, por ejemplo.




martes, 3 de abril de 2012

Antonio Mingote


Día triste porque se ha ido un humorista irrepetible, pero también alegre, porque nos ha durado 93 años. Para la posteridad deja casi todo lo que ha hecho, como sus ilustraciones a la edición del Quijote de Martín de Riquer.


lunes, 2 de abril de 2012

El caballo desnudo – José Luis Sampedro



España, 1917, y, más en concreto, Villabruna, una pequeña ciudad ficticia donde “la gente bien” vive en un mundo y “la gente menos bien” en otro; entre los primeros, unos tratan de aparentar y otros de trepar. En esta plácida ciudad vive Evangelina, o Eva, como habitualmente la llama el autor; una mujer joven, de muy buen ver, sin hijos, casada con un respetable carcamal.

Estando Eva más excitada que preocupada por el pasado baile con un apuesto teniente, su sobrino, un niño de corta edad, señala un caballo y pregunta por qué va desnudo.

            Lo que la buena señora ve al mirar los bajos del caballo es lo que llevan los caballos en los bajos. Y tan indecentes e indecorosos le parecen tamaños colgajos que cree la ciudad poseía por Lucifer. A esa señal se acumulan otras, derivadas de la interpretación más o menos forzada de sucesos cotidianos. Eva no necesita más para, de forma prudente y cauta (porque Eva es prudente y cauta), comenzar una cruzada contra la indecencia animal.

La locura encuentra cierto eco en la asociación de Pías Damas a la que pertenece, y en eso se hubiera quedado la cosa de no advertir todas, en dos atardeceres, sendas nubes en las que reconocen la figura de un caballo desnudo. A su juicio, una inequívoca señal ultraterrena que confirma lo denunciado, confirmando a Eva, de paso, como “la elegida” por la Providencia para mostrar a Villabruna el camino de la salvación y, desde Villabruna, salvar el mundo.

            Lo que sucede a continuación es digno de recordar: los más escépticos son condescendientes, porque nada tienen que ganar oponiéndose a la cruzada; los más entusiastas se dividen entre los ingenuos y quienes ven llegada la ocasión de ganar influencia, protagonismo e incluso alcanzar la posteridad; tampoco faltan oportunistas que tratan de lograr sus respectivos intereses, económicos o amorosos, que de todo hay. Y unos lo hacen con la vista puesta en el éxito de la cruzada y otros en el fracaso.
           
En medio de todos, Eva no es más que un alma cándida obsesionada por el pecado. Y la pobre vive rodeada de una fauna mucho más prosaica: su director espiritual, envanecido por la posibilidad de haber creado una santa; su marido, que bastante contento está de haber conseguido casarse con una mujer tan guapa y buenaza; alguna que otra amiga para la que la tentación es más oportunidad que riesgo; y algunos de los oficiales del acuartelamiento, más preocupados por conquistas afectivas que militares. Como nadie le lleva la contraria y las nubecillas han dado un halo de realidad a la chifladura, Eva queda en el centro de todas las miradas, y de ahí que también le salga algún que otro admirador, lo cual la turba no poco porque, para su desconsuelo, hay un hombre al que desea, que ya se sabe que el diablo no descansa. La forma en que Eva espiritualiza la tentación es digna de señalar.

            La novela sigue el discurrir de esta pintoresca cruzada desde sus albores hasta el momento en que debe institucionalizarse. En el fondo todos, excepto Eva y pocos más, desde el escepticismo cuando no la rechifla contenida, asisten expectantes al aparente éxito del asunto, aunque es obvio para el lector y la mayoría de los personajes que la locura crecida al calor de las relaciones de unos pocos integrantes de “la gente bien” difícilmente va a poder convencer a nadie más allá de Villabruna. La “institucionalización”, por tanto, es el momento crítico en que todo prosperará o se vendrá abajo.

            Pero lo que se viene abajo es, sin embargo, el mundo de Eva: los acontecimientos la arrastran y acaba viendo que el caballo desnudo no era ningún cuadrúpedo, sino el mundo alrededor. Pero esto ocurre en un rápido final del que solo cabe extraer una conclusión: que el caballo desnudo es el hombre, y que la santidad más consiste en vivir de acuerdo a los propios sentimientos –por más que sean contrarios a las convenciones sociales-, que de acuerdo a la opinión ajena. El caballo desnudo es, en realidad, lo que somos; y “el qué dirán” la gualdrapa con la que se oculta lo que no por esconderse deja de existir.

            Y ahí tenemos la razón por la que en la novela se respira un constante aire entre erótico y sensual: porque nunca la tentación está tan presente como cuando existe la obsesión por escapar de ella.

            Si la historia es buena, no lo es menos el lenguaje y el tono triunfalista y moralizante propio de las exaltaciones oficinales de la época (la novela está escrita en 1969). Cierto es, sin embargo, que la afectación del tono obliga a una lectura más atenta. A cambio, permite una ironía y una mordacidad que dan un permanente toque de humor; lo cual me da la excusa para decir que El caballo desnudo también es una novela de humor. Aunque es mucho más, una brillante reflexión sobre la mezquindad humana y sobre a quién debe lealtad el individuo: si a sí mismo, o a la sociedad.