En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

Capítulo I La sota



La sota de bastos jugando al béisbol



Capítulo I

Donde hasta el lector más tonto deducirá que al despertar no acostumbro a encontrar cadáveres

El agónico canto de un viejo gallo moribundo, el piar de varios tiernos, alegres y pelmazos pajarillos, el destartalado tubo de escape de un Seat Panda roñoso y el balido de la oveja que el lugareño conductor portaba dentro me sacaron del sopor la madrugada del domingo a eso de las diez. Sin embargo, el sueño atrasado y lo temprano de la hora me hubieran retenido en la piltra, de haber podido retener mi cuerpo los tres litros de cerveza que todavía albergaba.

Para evitar en mi hogar y negocio los malos olores que a tantos clientes espantan, en no pocas ocasiones utilizo como escusado el descampado contiguo. Al abrir la puerta el sol me cegó, y el súbito cambio de temperatura contrajo mis apolíneos músculos con gran perjuicio para la continencia de mi vejiga. Con los ojos cerrados para protegerme de la luz, avancé a tientas hasta la esquina. Allí, respirando hondo y tiritando, me alivié contra la pared.

Mientras los tiernos y alegres pajarillos enmudecían sorprendidos por el estruendo de las aguas bravas, acabé de despertar. Reconfortado por el desagüe, tras parpadear varias veces leí orgulloso el rótulo por mí mismo pintado la tarde anterior: «Sex Shop Ajonio. Regocijo corporal, onanismo gratificante, coyundas picaruelas, perversiones, desviaciones y artículos de broma. Entre y quede turulato». Había quedado muy cuco —pese a que el Pelos hubiera preguntado cómo de drogado estaba el simio que lo había garabateado—, y la inversión publicitaria (una lata caducada de la mejor pintura verde) justificaba de sobra la celebración cervecera.

Todo eso pensé mientras las consecuencias del festejo seguían manando de mi cuerpo. Dada la magnitud del cristalino arroyo, bajé la vista para evitar que mis pies pisaran sobre mojado. Y a un lado, donde no solía haber sino hormigas y caracoles, atisbé la cara de un señor casi oculta entre la broza, no lejos de mi tobillo más limpio —el izquierdo—. El tipo, con ojos desorbitados, contemplaba fijamente mis vergüenzas.

—Hola —saludé estupefacto.

No respondió; siguió con la vista inmóvil. Su rostro estaba contraído en una mueca de consternación, como si hubiera esperado ver algo más... algo... Ejem... Algo distinto. Pero, ajeno a su impertinencia y considerándolo un potencial cliente, observé con amabilidad:

—¡Qué día tan bueno!, ¿verdad?

Dicho lo cual culminé la micción con tres chorros aislados, de volumen menguante. Luego meneé el colgajo para evacuar las últimas gotitas y añadí:

—Caballero: si estaba esperando la apertura de la tienda, ya puede salir de los hierbajos y adentrarse. Ande, no sea tímido.

Ni contestó ni se movió. Ni su vista me siguió cuando di dos pasos hacia atrás. Comencé a preocuparme. Me escamó que no le hiciera cosquillitas el miriópodo que paseaba por su nariz. Al acercarme comprobé que la maleza ocultaba, como era de prever, el resto del señor. No era alto ni corpulento, pero sí tenía una prominente panza y una calva reluciente. Estaba demasiado quieto, rígido y amarillento para atribuirle la salud propia de los vivos. Como no es muy frecuente encontrar occisos en la puerta de buena mañana, quise asegurarme de no estar soñando: con una pajita le hice cuchicuchi en napia, pestañas y orejas, sin que el señor expresara contento alguno.

Manifesté mi alarmado diagnóstico con un sofisticado término que no recuerdo si fue «¡Ay, madre!» o «¡Vaya lío!». Y, para ofrecer al destino la posibilidad de disipar mi temor sobre en qué barrio andaba el buen hombre, recurrí a una infalible prueba digna del más avezado forense: birlarle aparatosamente la cartera.

Cuando mi mano palpó la fina piel en el bolsillo de la chaqueta y el señor siguió impertérrito, el sudor empapó mi cuerpo: ¡con lo mal que se toma la Guardia Civil que quienes estamos en libertad condicional nos veamos rodeados de cadáveres!

Un torbellino de pánico zarandeó mi cerebro, y mis neuronas se apresuraron a aturullarme con un sinfín de miedos. Los resumiré en esta inteligente expresión: «¡GLUBS!».

         ¡Menudo fregado! Mareado, sin recordar siquiera subirme la bragueta, me senté en un pedrusco, cogí una concha de caracol y jugueteé nervioso con ella mientras decidía qué hacer: ¿avisar a la Benemérita y meterme en un lío seguro (¿quién creería que los difuntos brotaban junto a mi casa como las margaritas?) u ocultar el fiambre generando otro lío… solo probable?



***

En papel (Mira Editores): pídelo en tu librería o por Internet en las principales tiendas de libros.


No hay comentarios:

Publicar un comentario