En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

miércoles, 31 de mayo de 2017

Doscientas setenta y siete vidas en dos o tres gestos – Eugenio Baroncelli




          Eugenio Baroncelli es un ilustre desconocido en España. No sé si algún otro libro suyo ha sido traducido., pero se sí que estas casi trescientas «biografías», la mayoría reales, son una delicia.

          Lo son por la prosa, elegante y rebosante de humor sutil barnizado con cierta mala sombra contra la importancia que cada ser humano se da a sí mismo, importancia evidentemente bien escasa cuando en cada hoja de esta obra desfilan de la cuna a la tumba, a velocidad de matadero, un par de ilustres personajes; eso sí, con frecuencia mezclados con otros cuyo lustre, si puedo decirlo así, se lo deben a Baroncelli por incluirlos en la lista. Un humor tan inteligente y bien expresado que pronto la lista de biografiados se transforma para el lector casi en lo de menos y lo importante pasa a ser la actitud ante la vida que transmite el tono de Baroncelli al hilo, precisamente, del sinfín muertes, accidentes, situaciones y problemas.

          Dos o tres gestos son los que definen a cada una de las personas retratadas, entre los que no se cuentan los hechos que han hecho famosos a muchos de los biografiados. Gestos nacidos de situaciones normalmente peculiares, a menudo vinculadas a la muerte o a idas y venidas afectivas, pero que retratan a los biografiados, de forma admirablemente eficaz, con rasgos vetados a cualquier lista de obras, logros, merecimientos, viajes, empleos y circunstancias históricas.

          La lectura se hace extraña al principio por lo atípico de la obra, pero pronto estas doscientas setenta y siete vidas pasan a ser adictivas. Una ventaja adicional: la brevedad de las biografías hace que la lectura pueda abandonarse y retomarse en cualquier momento. 


jueves, 25 de mayo de 2017

Derecho natural - Ignacio Martínez de Pisón



      El «derecho natural» son las normas inherentes al ser humano y previas a todo ordenamiento jurídico positivo. Simplificando, está vinculado al instinto y a los requisitos más elementales de la concepción de la vida. Por eso, cuando las normas positivas, escritas o consuetudinarias, van contra él, surge la desazón, el desconcierto e incluso la sensación de fracaso.

      De ahí el título. Porque algunos de los personajes de Derecho natural sufren las contradicciones entre su instinto y la convención y, como una consecuencia, surgen y sufren conflictos de intereses entre ellos. Los estudios y profesión que alcanza el protagonista, además de una excusa para justificar que «el narrador» dé ese título, lo es para expresar ideas complejas con tan pocas y claras palabras que hace que esta novela, dentro de la engañosa sencillez de su prosa, brille a cada línea.

      La historia lo es de pequeños triunfos y grandes zozobras, de búsqueda y escape. Como tantos, los personajes pasan la vida buscando su propia identidad, adaptándose unas veces, conformándose otras y rebelándose algunas, siempre sometidos al azar de las previsiones erróneas, de las reacciones ajenas y de cuanto desconocen; en ocasiones, con autonomía para cometer sus propios errores; en ocasiones, a remolque de decisiones de otros. Derecho natural es una lectura melancólica y a la vez risueña, que no puede hacerse sin sentir una permanente mezcla de ternura, buen humor y tristeza.

Ignacio Martínez de Pisón.
Zaragoza, 1960.
      Ignacio Martínez de Pisón, uno de los mejores escritores españoles, es todavía un poco más grande después de esta novela. Su claridad, concisión y eficacia en el uso del lenguaje, el alto y constante nivel de su prosa y la profundidad de las ideas y sentimientos que traslada sin que el lector deba esforzarse para empaparse de ellos, lo sitúan en el mundo de la alta literatura, pequeño drama mercantil cuando tantos lectores buscan literatura y autores espectáculo; pequeño drama injusto, porque Derecho natural es tan gran novela y está tan bien escrita que pone la miel con igual eficacia al alcance de gourmets y de asnos. Uno de los libros más bonitos y que más huella me ha dejado en los últimos tiempos. Maravillosamente sencillo y complejo. Uno de esos libros que parece no haber contado nada y cuenta tanto y tan bien que resulta difícil de olvidar.

      ¿La historia? El narrador es un niño nacido en los años sesenta del siglo XX, de cuya mano recorremos su infancia, adolescencia y juventud casi hasta el tiempo presente. Hijo de una dependienta del Corte Inglés y de un actor de octava fila con sueños de gloria y más voluntad que talento, ve cómo su padre se deja llevar por sus apetencias, hasta el punto de que los abandona varias veces y reaparece cuándo y cómo quiere. La relación entre sus padres, las presencias y los vacíos y las penurias económicas condicionan el devenir de la familia, que poco a poco va creciendo, y la novela es la historia de todos: la de un padre con mucha presencia hasta cuando no está, pero al que solo conocemos al final porque la diferencia entre su «derecho natural» y el «positivo» lo ha obligado a refugiarse en su propio personaje; la de la madre, que a fuerza de ver zarandeadas y burladas sus aspiraciones y su amor se reivindica a sí misma construyendo un nuevo personaje que no llega a hacer desaparecer el anterior, con las contradicciones consiguientes y la sorpresa y condicionamiento de todos; y el protagonista y sus hermanos, cada cual con una experiencia vital distinta y con una forma de encarar la vida qué más debe llamarse afán de supervivencia, y que los guía no siempre por los caminos deseados, sino por los que encuentran.

          Huyendo de la técnica best seller, Martínez de Pisón evita crear misterios o curiosidades para enganchar al lector. Tiene demasiado talento para para precisar de esos trucos y, también, un hondo respeto al lector, al que no trata como a un cliente o un consumidor de páginas sino como a un compañero de viaje; por eso Martínez de Pisón anticipa casi todos los hechos relevantes, porque la literatura no es un fin, sino un camino, y el lector disfruta no descubriendo, sino contemplando. La curiosidad no se siente por el qué, sino por el cómo.

      Jalonada de situaciones a la vez dramáticas y grotescas y, por tanto, divertidas y tristes, la debilidad del ser humano se alterna con su capacidad de sufrimiento y superación. De la lucha a través de la colaboración a la lucha mediante el enfrentamiento, todo lo acabamos probando. La vida como un constante esfuerzo de avance y a la vez de resignación, de ambición y de rendirse con un «hasta aquí he podido llegar», porque rara vez alguien se conforma sin resignación, e incluso pocos saben exactamente dónde quieren llegar.

      La novela sobre la vida y cómo los padres influyen en los hijos, y de cómo las vivencias propias condicionan las comunes. Una novela sutilmente divertida, a medio camino entre el drama y la comedia, porque, como dice la contraportada, «“¿Cómo se resume una vida?”, se pregunta el narrador en un momento dado. Según dónde se coloque el punto final, ese resumen adoptará la forma de drama o de comedia.»

      Una última nota para un final precioso y que permite comprender que, bajo la forma de egoísmos que van y vienen, a veces solo late la profunda desorientación motivada por las contradicciones  entre el «derecho natural» y el convencional, a su vez provocadas, a menudo, por decisiones impacientes o, simplemente, porque la vida no se detiene, hay que decidir cada día y lo hacemos sin saber qué nos depara el futuro y sin apenas conocernos a nosotros mismos. También, claro, desorientación por las contradicciones de todo derecho, porque nadie es por completo dueño de sí mismo, sino que también pertenece a sus hijos, a sus padres, a su pareja, a tanta gente que ha condicionado su vida para adaptarla a la nuestra y que merecen mucho más que egoísmo e instinto. Un libro para reflexionar sobre cómo la búsqueda a toda costa del «yo» acaba conduciendo, casi invariablemente, a la soledad, porque la vida es un «nosotros» a veces difícil o imposible de determinar.
   

miércoles, 24 de mayo de 2017

Morir sin gloria




          Ebooks, administración electrónica, informatización... Una de las consecuencias de la revolución es la desaparición del papel. Desde hace tiempo se puede escribir y publicar una novela sin ver ni tocar un folio; y las oficinas que antes los compraban por palés, ahora tienen el almacén casi vacío.

          Junto al papel, ordenándolo, adecentándolo, restaurándole los costurones, poniéndolo guapo para contarnos historias, dar noticia de alguien o informarnos de asuntos importantes, existían ayudantes como tijeras, gomas, clips, grapas, sacapuntas, perforadoras, anillas, cuños... Su vida también se apaga porque está subordinada a la del papel, pero, cuando algo desaparece, en la memoria permanece lo principal o lo que asumió el protagonismo, y el resto alimenta el olvido.

          Muchos de esos ayudantes agonizan ahora en el fondo de cajones, conscientes de que el día en que se pierdan nadie vendrá a sustituirlos. Algunos irán a la basura tan pronto como una pieza se deteriore; unos pocos, más afortunados, serán una suerte objeto de coleccionista, como las barritas de lacre que antes «encriptaba» los textos confidenciales y que, hace años, rescaté de las catacumbas de unas oficinas para que alguien, alguna vez, al verlas recordara cómo cuando conseguimos alguna meta, grande o pequeña, a menudo dejamos morir sin gloria aquello que nos ayudó a alcanzarla.


lunes, 8 de mayo de 2017

Patria - Fernando Aramburu




                Patria, uno de esos raros libros que, ajeno a los clichés de los best seller, se cuelan entre ellos no por su capacidad para entretener de forma banal, sino por lo contrario: por el interés que despiertan, por intentar dar respuesta a una demanda de comprender, lo cual es uno de los fines más nobles de la literatura, el fin que hace perdurar un libro.

Fernando Aramburu. San Sebastían, 1959
                Tratar el terrorismo de ETA desde la perspectiva de las víctimas directas y de sus familiares, así como desde la del asesino, su entorno familiar y cuanto le hace renunciar a una vida normal para transformarse en un criminal, no es tarea sencilla. Fernando Aramburu la ha acometido con una claridad y distancia que le ha tenido que costar un esfuerzo enorme. Un esfuerzo que se agradece y constituye una importante aportación a la necesidad de comprender, lo cual explica el éxito de esta historia. Necesidad que existe porque la información siempre está pegada a lo visible, inmediato y sencillo de explicar, y es ajena a lo invisible, complejo y vinculado a orígenes lejanos o confusos; necesidad, también, porque la utilización política del terrorismo transformó eslóganes en «ideas» de una simpleza tal que, impulsadas por la indignación y un sentimiento de solidaridad torcido de antemano por esa misma simpleza, terminó provocando, incluso, enfrentamientos entre personas pacíficas, muchas de las cuales se sentían insultadas y por tanto agredidas cada vez que se salían de la simpleza políticamente correcta para tratar de avanzar hacia un objetivo tan elevado como evitar nuevas víctimas; es decir, proteger a inocentes. Tantos años de violencia y al final qué pocos tienen claro, siquiera, el orden de prioridades del poder público consagrado en todos los ordenamientos jurídicos modernos.

                Ciento veinticinco capítulos breves, de cuatro o cinco páginas, en las que -a veces en grupos de tres o cuatro capítulos- se va saltando de un personaje a otro y también temporalmente. Conocemos a la víctima, a su familia, cómo se experimentan los distintos tipos de violencia y el proceso que sigue ésta, cómo junto a la extorsión y a la violencia física existe una violencia social de la que nadie es responsable porque lo son todos, cada cual con su cobardía; conocemos cómo cada persona procesa el dolor (unos, a través del orgullo; otros, hundiéndose en el abatimiento de por vida; otros, en una huida irreflexiva hambrienta de felicidad –como si existiera como un estado anímico permanente- buscada en cuanto se pone por delante, sea lo que sea), y conocemos a un asesino, por qué llegó a serlo, la presión social que lo indujo a ello, la manipulación que transforma a una persona en un paria destrozador de vidas, quién es manipulable hasta ese extremo y por qué, conocemos que la existencia de un asesino en una familia condiciona o puede destrozar la vida de sus familiares, o transformarlos en otros como él, y conocemos otras tantas otras cosas que obligan a reflexionar sobre el origen de cada tipo de violencia y a comprender las consecuencias de ese origen; ninguna buena, pero sí de una lógica de la que no se debe prescindir.

                Todo para llegar a una conclusión de sentido común, que tan poco se ha utilizado en muchos ámbitos del debate público: la violencia solo genera daño,  y quien lo sufre, lo sufre para siempre, sin posibilidad de reparación y sí solo, en el mejor de los casos, de cierto consuelo. Quienes son víctimas directas de la violencia sufren el daño por razones obvias; nadie como ellos son víctimas, hasta el extremo de que no les resta ni la esperanza, porque nadie resucita; y quienes ejercen la violencia en nada se benefician de ella, porque se degradan a sí mismos transformándose en bestias y fuerzan a los suyos al amargo trago de no poder dejar de querer a quien solo ha hecho méritos para ser despreciado. Alrededor de la violencia solo hay ruina.

                Patria no es tanto una novela «histórica» sobre la violencia de ETA como una reflexión sobre cómo los afectos y emociones individuales condicionan la realidad colectiva: de la manipulación y la simplificación surge la violencia; de la violencia, el daño; y del daño, la necesidad de superarlo y retornar a una paz que no debió romperse. Un proceso explicado en perspectiva individual en millones de novelas (la amistad o el amor, el enfrentamiento y la reconciliación), pero muy difícil de explicar y abordar en perspectiva social por tratarse de procesos mucho más complejos emocionalmente por la cantidad de personas afectadas que interactúan desde infinidad de papeles y posiciones, procesos que rara vez duran menos de una generación.

                Escrito con un lenguaje engañosamente sencillo –la claridad tiene mucho mérito-, el lector no puede dejar de ponerse en el lugar de hasta quien menos imagina, y por eso la lectura de Patria resulta conmovedora: porque nos saca de las ideas simples y, sin que nos demos cuenta, nos zarandea con el mar de situaciones y sentimientos de los unos y los otros, náufragos en un pueblo guipuzcoano –intencionadamente innominado- abandonado a la deriva por unos cuantos iluminados que, sin comprometer su propio futuro, disfrutan del ejercicio de la influencia cargándose el futuro de todos merced al silencio que impone la cautela, el miedo y, en muchos casos, la cobardía.

        Pero me quedo con otra idea, expresada a través de Bittori, la esposa del asesinado: cuando te han hecho un daño insalvable, o vives para siempre inmerso en el dolor, la rabia y la humillación, o necesitas escuchar en boca de tu agresor la palabra «perdón». Solo así se puede alcanzar lo más parecido a la paz que permite la violencia consumada: un dolor permanente, pero con la rabia mitigada y sin el peso de la humillación. Como el daño no puede eliminarse, esto es lo más importante: eliminar la violencia constante que supone el sentimiento de humillación. Si quien te humilló no te pide perdón, cada instante de su silencio es una nueva humillación. Hay que pedir perdón incluso a quien no te pueda perdonar.


                                 

jueves, 4 de mayo de 2017

Clases de literatura, fomento de la lectura y zulayas




                Se habla de suprimir la asignatura de Literatura y el mundo escritoril salta casi con una única voz en contra de esa medida, la cual, además, vinculan a la futura debacle de la lectura. Debacle iniciada, según las opiniones reflejadas a lo largo de los últimos siglos, en la época del señor Gutenberg. Los argumentos que da esa única voz son casi inexistentes, porque habla como si entre clases de literatura y fomento de la lectura hubiera, necesariamente, una relación simbiótica. ¿Pero por qué ha de haberla? ¿Aman ustedes todo lo que han estudiado? Si es así, qué suerte. Yo aborrezco la química y algunas otras cosillas.

                Ayer la prensa informó de la puesta en marcha de un plan de fomento de la lectura que no puedo valorar porque desconozco. Muchos de los que antes citaba, los de la relación simbiótica, lo han criticado por ser contradictorio con la supresión de la asignatura de Literatura. ¿Cómo, dicen, si se quiere fomentar la lectura, se suprimen estudios de literatura?

                Pero la medida de fomentar la lectura, ¿es contradictoria? ¿O compensatoria? ¿O sustitutiva?

                Quizá quienes, por creerlas buenas para todos, deseamos fomentar la lectura y, por tanto, la literatura, deberíamos formar nuestro criterio reflexionando con sinceridad sobre nuestra propia experiencia como lectores.

                Las zahúrdas de Plutón es una obra de Quevedo. Lo recuerdo no porque la haya leído, sino por lo ridículo que me sentí de adolescente cuando, en un examen de literatura, me fue imposible recordar una palabreja como «zahúrda» y acabé atribuyendo a Quevedo la autoría de las Zulayas de Plutón.  Y lo escribí así, con mayúscula, sin saber que lo único mayúsculo iba a ser la risa del profesor al corregir. Si hubiera sabido que zahúrda significa «pocilga» quizá hubiera recordado el término en lugar de inventar otro, pero «estudiaba» cosas que ni siquiera sabía lo que significaban porque costaba menos intentar memorizar que buscar significados. Por aquella época también conocí algunas cosas sobre la Celestina: no las necesarias para disfrutar de su lectura, sino las imprescindibles para aprobar, lo cual, como el de todos, era mi objetivo.

                Con semejantes recuerdos, está claro que no vinculo mi afición a la lectura a las clases de literatura. Es más: es difícil disfrutar de una novela cuando en sus páginas no buscas placer, sino una salida al miedo a catear. ¿Quién desea hacerse adicto a lo que le produce miedo e inquietud?

                Mi afición a la lectura nació, primero, de ver leer en mi casa. Si mis padres se lo pasaban bien haciéndolo, ¿por qué conmigo iba a ser distinto? Si en tanta estima tenían los libros, algo bueno habría en ellos. Y, segundo y sobre todo, mi afición a la lectura la provocó divertirme leyendo, lo cual era ajeno a la calidad y profundidad de lo que leía y a su importancia literaria y, en cambio, dependía casi en exclusiva de lo entretenido de la lectura; a esa edad mi cabeza, como la del común de los mortales, se entretenía con lo banal, con lo chocante, lo divertido, evidente y poco profundo. Soy lector porque de renacuajo me contaron y leyeron cuentos, porque apenas supe juntar dos sílabas leí cuentos con muchos dibujos y poco texto, porque después me lo pasé bien con tebeos en los que al pobre Filemón le caían en la cabeza todas las ocurrencias de Mortadelo, y leía y releía sus historietas en busca de un final que siempre era el mismo; soy lector porque también leí a los cinco veinticinco veces y porque luego hasta me dio por leer novelas del oeste y de ciencia ficción, de esas baratísimas que se escribían a destajo. En cambio, el Cantar de Mío Cid que explicaba el libro de texto me era tan ajeno como si fuera el Cantar del Suyo Cid, lo mismo que celestinas, zahúrdas plutonianas, buscones, quijotes, píos barojas, unamunos y demás tropa que puede ser mucho mejor apreciada por una cabeza algo mejor amueblada y con más experiencia que la de un chaval camino de la adolescencia o inmerso en ella.

                ¿Quieren ustedes fomentar la lectura en las aulas y crear lectores que disfruten y aprecien la literatura por encima de una porquería de programa de televisión o de una ración de gambas en un bar? Pues olviden las clases de literatura al uso. Elijan una obra breve y extraordinariamente divertida, como Sin noticias de Gurb,  y que algún alumno la lea en voz alta; dejen que todos interrumpan, opinen y digan cuantas salvajadas les inspire cada una de las meteduras de pata del desdichado compañero de Gurb. Que se rían y comenten aunque no mencionen ni un solo concepto literario. Dejen que de este modo pasen unas horas de risa y jolgorio. La novelita dará para varias clases. Que hagan lo mismo con la aventura de los batanes y que los adolescentes digan mil burradas cuando Sancho le da a don Quijote la aromática ocasión de decir que el escudero parece tener más miedo del que confiesa. Hagan lo mismo con libros o pasajes aislados de cualquier obra, trascendente o no, que sean verdaderamente divertidos y dejen que los alumnos se rían, que comenten las situaciones y se olviden de la semántica, la sintaxis, el contexto, la importancia, la influencia y la madre que parió a cuanto solo emociona a un estudioso. Que leer sea divertirse, limítense a hacerles los comentarios mínimos para situar las escenas en su contexto histórico y eso solo para poder entender y reír mejor, y ya verán ustedes como muchos de esos chavales, de adultos, no solo serán lectores, sino que sabrán más de literatura que si hubieran hincado codos en todas y cada una de las clases actuales de literatura. Porque será entonces, algún día, como hice yo por leer mis cuentos y a Mortadelo y Filemón, cuando abrirán el Quijote y lo leerán y disfrutarán. De haber sido así mis clases de literatura probablemente de adulto me hubiera leído hasta las Zulayas de Plutón. Ejem, las zahúrdas.

                Decía Eduardo Mendoza en su discurso de aceptación del Premio Cervantes que el humor no es un género menor, aunque muchos lo tienen como tal en el mundillo literario. Yo digo más: divertirse con un libro es, para muchas personas, sobre todo para las más jóvenes, la única puerta de acceso a la literatura. 


miércoles, 3 de mayo de 2017

Camino de ida - Carlos Salem



                Octavio, un funcionario de mediana edad de un ayuntamiento catalán, un tipo de existencia gris cuya personalidad ha sido anulada por su esposa, se encuentra con esta de vacaciones en Marrakech.  Allí, en el hotel, se topa con una agradable sorpresa: de pronto su esposa muere. A medias para celebrarlo y a medias para asegurarse del óbito, a Octavio le da por empinar el codo en presencia del fiambre. Pero en cuanto sale de la habitación no sabe muy bien para qué, si para pedir ayuda o probar a vivir respirando por sí mismo, cae en manos, o en la compañía, de un argentino llamado Soldati, una mezcla de estafador, embaucador, iluso empresario e inexplicable  fiel amigo que se lo lleva de juerga sin desembolsar Soldati un céntimo, y de tal manera financia el argentino la fiesta que terminan escapando de unos caballeros bolivianos con no muy buenas intenciones.

                Con una capacidad prodigiosa para provocar desastres y unas veces a tortas con el mundo y otras a besos con la casualidad, la estrambótica huida todo el país es el armazón de la novela; huida a cuyo fin es de suponer que el lector averiguará qué pasó con la muerta abandonada –y, por tanto, qué puede ocurrirle a Octavio- y por qué se empeñan tanto los bolivianos en dar con los prófugos. A medio camino se les une un tercer personaje que, a su modo, es el más normal y a la vez inverosímil, y también el que más ternura provoca, sobre el que no digo más para no anular la sorpresa.

                El conjunto, una novela magnífica con notables recursos humorísticos, desde el golpe inesperado a la obsesión por el fútbol paralizador de mentes y países, el tango, los eufemismos con que Soldati disfraza sus trapacerías y, sobre todo, la condición de perdedores de todos los personajes; perdedores, incluso, cuando están satisfechos del modo en que buscan su libertad.

                Esa es la segunda huida de Octavio: la de su vida pasada. ¿Hacia dónde va? No lo sabe, hacia delante, siempre, porque la vida, piensa a partir de una reflexión de su compañero, es un camino solo de ida. De esta forma la fuga en coche a través de carreteruchas y desiertos enmascara una huida más profunda a la búsqueda de un «yo» que ni siquiera Octavio sabe quién es, aunque actúa como si la manera de encontrarlo fuera hacer exactamente lo que le diera la gana. ¿Pero somos eso? ¿Somos lo que seríamos si pudiéramos hacer cuanto quisiéramos? Esa acaba siendo la pregunta clave.

                Una trama entretenida, que solo en algún punto, mediado el libro, se hace un pelín larga por el temor de que nada cambie hasta el final y todo sea corretear por Marruecos, con momentos de humor brillantes y con un lenguaje y forma de expresión que quizá no sean suficientemente valoradas por la triste costumbre de asociar humor a ligereza. En definitiva, un buen libro al que se agradece haber dedicado el tiempo.